Cada 20 de mayo, el mundo detiene por un instante su inercia para rendir homenaje a un diminuto ser cuyo zumbido sostiene gran parte de la vida en la Tierra: la abeja. Esta fecha fue proclamada en 2017 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), atendiendo una propuesta de Eslovenia, en honor al natalicio de Anton Janša, pionero de la apicultura moderna, quien en el siglo XVIII ya comprendía la inteligencia y relevancia de estos insectos. El lema de 2025, “Inspiradas por la naturaleza para nutrirnos a todos”, refuerza una verdad contundente: sin abejas no hay comida, y sin comida, no hay civilización.
Las abejas no solo producen miel, propóleo o cera. Su verdadera magia ocurre en el aire: son responsables de polinizar el 75 % de los cultivos alimentarios del mundo. Frutas como las manzanas, almendras, bayas o el café dependen directamente de su labor. Se estima que su contribución anual a la agricultura ronda los 577 mil millones de dólares. Pero más allá del dinero, sin polinización, nuestros sistemas alimentarios colapsarían, afectando especialmente a los cultivos más nutritivos y diversos.
Sin embargo, esta especie vital se encuentra en una crisis global. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) ha alertado que al menos 16 especies de abejas están en peligro crítico de extinción. Desde la abeja gigante de Wallace hasta la abeja de la miel de las Islas Canarias, muchas están siendo empujadas al abismo por una combinación de factores letales: pesticidas tóxicos, pérdida de hábitat, enfermedades invasoras como el ácaro Varroa y, por supuesto, el cambio climático. Las consecuencias son visibles: en Estados Unidos se han perdido más de 4 millones de colmenas desde 1990, y en algunas zonas de China, los agricultores ya deben polinizar a mano.
La situación de las abejas también revela el papel crucial de los apicultores, quienes no solo cosechan miel, sino que actúan como guardianes de la biodiversidad. En países como Eslovenia, la apicultura es considerada patrimonio cultural; en América Latina, la tradición de las abejas sin aguijón, como la Melipona beecheii de los mayas, aún sobrevive gracias a comunidades que practican una apicultura sostenible. Estos guardianes combaten amenazas como el síndrome del colapso de las colonias (CCD) mediante prácticas como la apicultura migratoria, el control ecológico de plagas y la reforestación.
Las soluciones están en marcha, aunque requieren más impulso. La Unión Europea ha prohibido el uso de neonicotinoides, y organizaciones como The Pollinator Partnership crean corredores florales para alimentar a los polinizadores. Incluso la tecnología se suma: proyectos como «Bee the Change» de Google usan inteligencia artificial para monitorear colmenas y prevenir enfermedades. A nivel local, cualquiera puede colaborar plantando flores nativas, evitando pesticidas, instalando «hoteles» para abejas solitarias y comprando miel local sin adulterar.
El desafío es urgente. Un estudio publicado en Nature Communications advierte que, de continuar la tendencia actual, podríamos perder hasta el 90 % de las abejas silvestres antes de 2050. El resultado sería catastrófico: además de poner en jaque la producción de alimentos, también colapsaría la biodiversidad del suelo, afectando incluso la calidad de los cultivos que sobrevivan.
Costa Rica demuestra que es posible revertir la tendencia: gracias a leyes de protección ambiental y reforestación, ha logrado aumentar sus poblaciones de abejas nativas. Pero no basta con ejemplos aislados: se necesita voluntad política global y una ciudadanía informada y activa.
Las abejas son un reflejo de nuestro vínculo con la naturaleza. Celebrarlas hoy no es solo una postal simpática: es un llamado a cambiar prácticas destructivas por acciones regenerativas. Como advirtió Einstein, si desaparecen las abejas, podríamos tener apenas cuatro años más de vida. Protegerlas no es un gesto ecológico: es una decisión de supervivencia.