La historia de la humanidad está marcada por la invención de herramientas que buscan facilitarnos la vida. Sin embargo, cuando esas herramientas se usan más allá de sus límites naturales, pueden terminar causando el efecto contrario. Esta paradoja fue planteada por el pensador canadiense Marshall McLuhan como la “Ley de Reversión”, que afirma que todo medio o tecnología, cuando se emplea en exceso, colapsa el sistema para el cual fue creado y produce el resultado opuesto al deseado.
Este principio se observa en la vida cotidiana: basta con pensar en un atasco vehicular. El automóvil, creado para facilitar el desplazamiento, se convierte en una trampa cuando su uso se vuelve masivo, impidiendo incluso caminar. El vehículo deja de ser una herramienta de movilidad para transformarse en una barrera al movimiento. Del mismo modo, ocurre con otras formas de exceso: una comida con demasiada sal pierde su sabor, un volumen demasiado alto acaba por ensordecer. Cuando sobreestimulamos nuestros sentidos, el resultado puede ser una desconexión sensorial: lo que se conoce como hipertestesia seguida de anestesia.
Este patrón también comienza a verse en el uso actual de la inteligencia artificial (IA), sobre todo en entornos académicos. En un intento por facilitar el aprendizaje, muchos estudiantes recurren a la IA para sugerencias, resúmenes, ideas o incluso para desarrollar tareas completas. Pero la consecuencia de este hábito puede ser alarmante: una atrofia progresiva de las capacidades cognitivas humanas, especialmente en cerebros en formación.
La inteligencia humana no es un ente estático. Funciona como un músculo: necesita ejercicio para mantenerse activa y crecer. Numerosos estudios muestran que la estimulación mental es clave para prevenir el deterioro cognitivo. Cuando delegamos constantemente procesos intelectuales como la lectura, la memoria, la síntesis o la reflexión en un sistema externo como la IA, corremos el riesgo de que estas capacidades se debiliten. A esto se le ha llamado “sedentarismo cognitivo”.
Este fenómeno ya ha sido señalado por expertos. Un estudio de 2015 advertía sobre la “amnesia digital”: la pérdida de memoria humana causada por la dependencia a los sistemas digitales. Ya antes se había hablado del “efecto Google”, que alude a nuestra tendencia a olvidar información que sabemos que está disponible en línea. El premio Nobel y pionero de la IA, Geoffrey Hinton, ha alertado de que el verdadero peligro no radica solo en el avance de la inteligencia artificial, sino en el retroceso de la inteligencia humana que su uso desmedido puede provocar.
Kathryn Mills, del Instituto de Neurociencia Cognitiva en el University College de Londres, advierte que cuando permitimos que estos sistemas piensen por nosotros, se reduce la actividad cerebral autónoma. Las personas dejan de construir por sí mismas el conocimiento. Esto es especialmente grave entre los estudiantes, quienes, en lugar de leer un texto, procesarlo, comprenderlo y extraer ideas, piden a una IA que lo haga por ellos. Así, se interrumpe el proceso de aprendizaje profundo, y con ello la formación de una mente crítica, creativa y autónoma.
El problema va más allá del ámbito educativo. La saturación de la red con contenido generado por IA empieza a provocar una reversión por exceso de información. Hoy resulta difícil encontrar fuentes originales entre los resultados de búsqueda, ya que los motores como Google o Edge priorizan respuestas fabricadas por algoritmos. Como explica la diseñadora y divulgadora Freya Holmer, esto está creando un atasco informativo, donde la IA, lejos de ampliar el acceso al conocimiento, lo homogeneiza y lo diluye en una masa de textos repetitivos y comercializados.
Paradójicamente, en este contexto, Wikipedia —antaño despreciada por muchos académicos— se mantiene como una de las pocas fuentes humanas que resisten. La red, saturada por contenido sintético, desalienta la curiosidad y fomenta una forma pasiva de relación con el conocimiento.
La imagen es inquietante: por primera vez en la historia, una generación entera tiene al alcance de la mano un sistema que puede pensar por ella. Pero si ese sistema asume completamente esa función, ¿para qué seguir ejercitando la mente? ¿Qué ocurre con la creatividad, la memoria, la atención o la capacidad de generar ideas propias? No sería la primera vez que una herramienta creada para ayudarnos termine siendo una barrera. Si no se establece un equilibrio, podríamos vernos ante una nueva reversión tecnológica: una humanidad más conectada, pero menos pensante.